Lanzaba piedras
a los charcos,
y andaba sin prisas,
cuando la melancolía
habitaba en los ojos
de algún amigo
y me parecía tan turbia
y amarga,
como la sopa de fideos
del colegio.
Contaba las estrellas
con toda mi fe
intacta en el camino,
cuando no comprendía
porqué duele el silencio,
porqué había tanto que abrazar
y tanta agua salada queriendo
mojarnos hasta la cintura
o desbordarse en la mejilla.
Acariciaba a mi perra
con manos pequeñas
y pantalones cortos.
Ella guardaba secretos
a los pies de la cama,
junto a mis zapatillas
y un libro de cuentos.
Chiquillo silencioso
me decía la vecina
porque nunca perdí el gusto
de observar lo externo,
mientras por dentro,
la vida pintaba
renglones que viajaban
al ritmo de la lluvia
que fluía
de otros ojos.
Recuerdo un pequeño
salón siempre lleno,
las toses de mi abuelo,
tu mirada,
y todas las miradas
que gritaban:
Corre más deprisa
y cuando te sientas capaz...
vuela.
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